sábado, 8 de noviembre de 2008

CUENTOS INEDITOS CHILENOS-POR ESAS COSAS DE LA VIDA

Otro de los cuentos de don Rigoberto Acosta, este intimamente ligado a su profesión de años ya como cartero en el correo de su querida ciudad de Lota

En 1995, mientras los carteros del correo de Lota, seleccionaban y ordenaban la correspondencia, uno de ellos preguntó -¿quién lleva Lautaro 5190? , -no existe número en mi calle dijo uno, otro agrega –aquí en Lota no hay números tan grandes; hay que devolverla al remitente no más; un tercero pregunta ¿a quién va dirigida? a María Ríos Ríos… en ese mismo instante el cartero Luis , quien hasta ese momento estaba con su vista puesta en el techo, como tratando de recordar algo, dijo -esperen, me suena ese nombre, pero en la población Lautaro, en el sector uno, ¡ah¡ dice el cartero más antiguo del grupo, déjame ver la carta; claro que sí, aquí quisieron poner Lautaro, sector uno casa 90; lo que parece 5, en realidad es una letra “S”,tienes razón dijo Luís. Entonces la llevaré “en consulta”.

Como a la mitad de su recorrido habitual, Luis llegó a la dirección mencionada. Estaba ansioso por salir de dudas con la cuestionada carta, -Por lo general a ese domicilio no llegaba correspondencia- él toca moderadamente la puerta, en el umbral aparece una joven de unos 18 años -Buenas tardes- saluda Luis, -una consulta, ¿vive aquí la señora o señorita María Ríos Ríos?, ¡ah¡ dice ella “la María“, eh… espere… al momento aparece una señora de unos 50 años, ¿busca a la María?, preguntó con voz chillona, -en realidad traigo esta carta con una dirección un tanto confusa, que podría ser de ella - bueno, responde la mujer, sea de ella o no, da lo mismo, ya no vive aquí, hace como dos años que se fue para Coronel, y sin disimular su curiosidad pregunta: Pero…, ¿se puede saber quién manda la carta? Luis lee el remitente y, con voz clara y sugerente, dice: la envía Filomena Ríos. Al momento, el rostro de la mujer se desfigura y, en tono despectivo y dirigiendo su rostro hacia el interior de la casa y sin moverse de la puerta, dice en voz alta: ¡mira Juana ¡, después de 20 años la “perra” se acordó que tenía hija; ¡bah¡ le contestan de adentro, a buena hora se acordó, “la mamá del año”, jajaja; agrega,-descorazonada la infeliz-. Luis se incomoda y, tratando de tomar el control de la situación, mirando la carta pregunta -¿qué posibilidad existe de que se la hagan llegar a Coronel?-¡No¡, ¡no¡, ¡no¡, ¡ninguna¡, no queremos saber nada con esa desgraciada que dejó a su hija abandonada cuando apenas tenía dos años, y nunca más apareció. ¡Llévesela!, Luis asiente con la cabeza y, mientras se despide, con voz amable y resuelta- me llevo la carta pero, por esas cosas de la vida, si lograran comunicarse con ella, díganle que mantendré la carta en el correo por 30 días, si es que le llegara a interesar. Luis continuó con su trabajo; la rutina de reparto había perdido sincronización, la escena vivida le había dejado muy preocupado y, además sin haberlo pensado, había ofrecido algo que quizás no era lícito, ya que lo correcto era que esa carta se devolviera al remitente, con la nota correspondiente -“se cambio de domicilio”-. Pero por alguna extraña razón, Luis intuía que esa carta tenía que llegar a su destinataria., se sentía sin saber por qué, parte de esta historia. Además, pensaba en esa mujer que había dejado abandonada a su hijita tan pequeña y se preguntaba -¿qué le mandará a decir después de tanto tiempo?-, ¿habría tratado de comunicarse antes con su hija?, ¿por qué no había venido a buscarla?

Al día siguiente y habiéndolo pensado mucho durante la noche, a primera hora Luis se acercó discretamente donde la señora Verónica (funcionaria que atendía la ventanilla), con quien mantenía una buena amistad, y que se caracterizaba por su sensibilidad, y sobre todo por su discreción, por lo que no dudó en contarle con detalles la singular experiencia vivida, solicitándole además, mantuviera bajo su resguardo esa carta, por si aparecía la dueña. La señora Verónica se conmovió con el relato, miró a Luis con una expresión indefinida, etérea, ella sabía que no era ético acceder a tal petición pero, sin embargo, se podía percibir en su mirada, que no quería estar ajena a esta singular situación. Aún sabiendo que se exponía a una sanción, al igual que Luis, con una resuelta expresión dijo - no se preocupe don Luis, haré lo que esté a mi alcance y, como sabe, a lo mejor Dios en su buena voluntad permite que esta carta sea entregada.

A los pocos minutos de esta escena, Luis retomó su labor habitual de ordenar la correspondencia del día. Todo parecía normal, hasta que uno de los carteros se acordó de la carta en cuestión. -¿Y cómo te fue con la carta, era de ahí?- ¡ah!, espetó Luis, efectivamente era del sector uno casa 90, pero la persona hace como dos años que se había cambiado de domicilio, al parecer vive en Coronel, pero desconocen el domicilio exacto, además hay una historia bien particular, de todas formas, le dejé la carta a la señora Verónica, por si aparece la dueña. -uhm, estamos mal pues Luis, replicó el más antiguo, agregando -tú sabes que el reglamento indica que en estos casos se debe enviar la carta al remitente, ojalá no tengas problemas-. Los demás carteros guardaron silencio, pero miraron como cuestionando la decisión, y Luis así lo percibió y guardó silencio.

Pasaron aproximadamente 15 días, el asunto de la carta estaba casi olvidado. Ese lunes, la señora Verónica , apareció como de costumbre saludando a todos y, haciendo un gesto a don Luis, le llama aparte, con una alegría un tanto retenida, dijo en voz baja usted no se imagina lo que ocurrió el sábado, después que usted salió con su reparto, como a las 11:30, apareció la dueña de la carta. Luis -frunciendo el ceño- preguntó: ¿que carta?, reaccionando de inmediato con mirada expectante dijo- cuente, cuente-,-como le decía, vino la María Ríos y me contó que casualmente se encontró en la feria con una tal Juana, quien le dijo algo sobre la carta, así que vino de inmediato, eso sí que para entregársela, le pedí identificación, además le pregunté si conocía el remitente, sabe don Luis, ella estaba ansiosa por recibir la carta, además noté que estaba a punto de llorar, apenas se la di se fue apresurada, dándome las gracias no sé cuántas veces.

-Como ve, ya se cumplió el objetivo-. Luis estaba muy contento y emocionado e, incluso sus ojos se humedecieron, sin decir muchas palabras agradeció a la señora Verónica, sus miradas se cruzaron evidenciando complicidad y satisfacción.

Como a un mes de lo relatado, en los momentos en que Luis regresaba de su reparto, miraba hacia la ventanilla para hacer el saludo correspondiente a la señora Verónica, no como en las mañanas, sino en un tono mas bajo, reflejando el cansancio de la jornada. Ella, en lugar de responder, con una expresión de ansiedad y alegría le dijo, - don Luis ahí lo están esperando-, él miró hacia el fondo del hall y, con extrañeza, vio a dos mujeres que le sonrieron, la mayor sostenía un bebé entre su brazos. El se acercó y trató de identificarlas como clientes habituales de su reparto, pero en realidad no las reconoció. Con voz amable dijo - Si, díganme-, las dos mujeres esgrimieron una tímida sonrisa, la más joven dijo con voz temblorosa, pero alegre –usted no nos conoce, le venimos a agradecer que no haya devuelto la carta, la señorita de la ventanilla nos explicó lo que ustedes hicieron, no sabe cuánto se lo agradecemos, por fin pude conocer a mi mamá, ella me ha explicado muchas cosas que yo ignoraba-, mientras hablaba, la “abuela” abrazó tiernamente al bebé. En su rostro se reflejaba una enorme alegría, sus ojos no fueron capaces de retener las lágrimas. Ella miró al bebé y luego a su hija, en ambas Luis percibió una contemplación difícil de describir, pero pudo apreciar un amor que fluía con fuerzas de sus corazones y, que esperan, en alguna medida, recuperar ese enorme tiempo que estuvieron sin verse y sufriendo ambas un alejamiento que, sólo Dios sabe el por qué ocurría .- Usted no sabe cuantas esperanzas había depositado en esa carta, dijo la mujer mayor - le pedí a Dios de todo corazón que mi hija la recibiera, porque al leerla yo estaba segura que me perdonaría, y no estaba equivocada-, al decir esto, nuevamente miró a su hija y a la criatura y, de manera espontánea se confundieron en un abrazo y estallaron en un llanto que procuraron disimular, (seguramente por el público que estaba entrando y saliendo de la oficina) Luis no atinó a decir nada, su corazón latía con rapidez y, sin darse cuenta, también se vio involucrado en esta emotiva escena, sus ojos ardían; estaban brillosos, trató de no parpadear pues de hacerlo, sus lágrimas caerían por los surcos de su rostro, pero por más que lo intentó, le fue imposible. Secándose discretamente, intentó decir algo, pero su voz se negó a salir. Las mujeres permanecían abrazadas, ya no eran necesarias las palabras, sus rostros lo decían todo, Luis sin reponerse de su emoción pensó que nunca había sido testigo de algo semejante, en donde una vez más el amor verdadero triunfaba, reflejándose vívidamente en estas humildes hijas del carbón. Aún con sendos pañuelos en sus manos, las mujeres se despidieron afectuosamente de Luis, él agradeciendo el gesto correspondió de la misma manera, luego dirigió la mirada a su “cómplice” quien, pese a la distancia, al parecer no se había perdido detalle de lo sucedido. Con sus ojos llenos de lágrimas le sonrió y, en sus miradas, parecen decir: “Así lo quiso Dios. “

Autor: Rigoberto Acosta Molinet

UNA HISTORIA REAL, DE UN EX MINERO DE LA CIUDAD DE LOTA

“Me lo contaron mis viejos”. Memoria Popular e Historias Mineras, fue organizado por el Centro Cultural Comunitario Pabellón 83 y Revista Sururbano de Lota.

"HUELLAS INDELEBLES" (mención Honrosa)

Autor: Rigoberto Acosta Molinet


“Ahora para ustedes todo es fácil, no saben cuánto tuve que sufrir en mi niñez para llegar a ser lo que soy. A mi padre prácticamente no lo conocí, aunque ni siquiera era el marido de mi mamá; mis nueve hermanos mayores tenían diferentes apellidos, claro que yo no entendía la razón. Lo cierto es que a los 5 años se murió mi mamá y quedé solo en el campo (en los alrededores de Copiulemu), siendo recogido por una familia que, según ellos, eran mis tíos, aunque hasta ahora ignoro el parentesco.

Bueno, ahí tuve que empezar a trabajar. Tenía que cuidar y buscar los animales, y con frecuencia regresaba muy tarde a casa, terminada mi labor, muchas veces de noche. Y me decían “acuéstate no más porque mañana tienes que levantarte muy temprano”. Con lágrimas en los ojos me acostaba muy cansado, y con mucha hambre. Lo peor era en invierno porque ni siquiera tenía zapatos, así que a patita no más tenía que salir. Qué frío, especialmente en mis pies, mucho frío. Y mientras caminaba por el campo aun siendo oscuro, qué agradable era encontrarme con guano de animal, especialmente los más recientes, porque introducía mis pies muy helados dentro del guano, y en alguna medida podía sentir esa agradable sensación de calorcito en mis pies.

Para qué contar cuando llovía, ahí era mucho peor, porque al regreso de buscar los animales y con la ropa mojada tenía muchas veces que acostarme tal como llegaba, claro que en esas condiciones me hacían dormir en la paja. Si hubiesen visto ustedes cuando, después de un rato de estar acostado, mi cuerpo empezaba a humear. No sé cómo no me enfermaba, doy gracias a Dios, que desde ese tiempo ya me cuidaba

¿Se dan cuenta ustedes como era la vida antes? De chico había que ganarse la vida, no como ahora, los niños son muy cómodos y quieren todo regalado.”

Este relato que hacía mi padre cuando yo era niño lo contó innumerables veces, indudablemente que con muchos más detalles, y al hacerlo, sus ojos se llenaban de lágrimas, y en muchas ocasiones lloraba amargamente, y a mi me daba mucha pena.

Esto lo recuerdo con mucha claridad, puesto que cada vez que bebía era lo mismo. Le gustaba conversar mucho y acordarse de su niñez (no así de su adolescencia ni de su juventud, de lo cual nunca hablaba), y no me cabe ninguna duda que lo que él contaba era verdad, porque cada vez que lo relataba era como una réplica de lo anterior.

Eso si, jamás le escuché contar nada de esto cuando estaba sobrio, porque él era muy tímido para conversar cuando estaba “sanigüeno”. Lo que hacía sin ningún problema era leer en voz alta, especialmente las historias de la Biblia, y le gustaba que mi mamá estuviera atenta a su lectura, y ella se alegraba mucho al oírlo porque mi papá nunca fue a la escuela y con mucho orgullo comentaba que había aprendido a leer y a escribir de adulto, enseñado por una señora que él llamaba con mucho afecto “la señora Isabel “ quién por propia iniciativa (entiendo) se había hecho el compromiso de enseñarle a “este huasito” que no sabía “ni la ‘o’ por redonda”. Naturalmente que su lectura era algo defectuosa y le costaba mucho unir palabras con más de dos sílabas.

También recuerdo muy claramente cuando él afilaba los serruchos de los mineros, labor que realizaba en un banco que tenía a un costado del corredor. Aún permanece en mi mente el singular sonido de la lima al rozar los dientes del serrucho. Considerando el comentario que hacían sus amigos, al parecer era muy bueno en este oficio, lo que además le reportaba un ingreso extra, que generalmente lo usaba para comprar cigarrillos.

También le gustaba mucho contar cómo había conocido a mi mamá:

El se vino del campo a Lota, habiendo oído que en esta ciudad había trabajo; llegó lleno de sueños y esperanza. Lo primero que tuvo que hacer fue averiguar donde se alojaría, y por un dato llegó al pabellón 55 de Lota Alto, donde había una señora que daba pensión, con alojamiento incluido. Claro que el alojamiento era condicionado al turno que le asignaran en la mina, considerando que las camas no eran suficientes para todos los pensionistas, de modo que si a él le tocaba el tercer turno, debía compartir la cama con el que andaba en el primero. “Cuando yo andaba en el tercero, encontraba todavía la cama calentita al acostarme por la mañana”, comentaba graciosamente.

Lo interesante de esto era que la señora que ofrecía la pensión tenía, entre otras, una hermana que era de Arauco, que regularmente venía a Lota a vender productos del campo, y con frecuencia visitaba a su hermana del pabellón 55. Así fue como la conoció mi padre, quien pese a su timidez, de alguna forma se las arregló para conquistarla, y qué bueno que haya sido así, porque de lo contrario yo no estaría contando esto.

Ése es mi padre, entre otras cosas muy bueno para la rayuela. Nosotros vivíamos al final del pabellón 56. En la esquina había una cancha de tejos, y especialmente los días domingos éramos despertados por el ruido que producían los tejos al chocar entre sí. Obviamente no jugaban dinero sino que apostaban una o dos botellas de vino por partido, y lógicamente cuando ya el sol se ponía y se terminaba el juego, muchos de los participantes estaban muy “curados”, y entre ellos mi padre, de quien teníamos que estar pendientes mi hermano mayor y yo, para llevarle a casa (tarea que no era fácil de realizar debido a las muchas veces que se despedían).

En esas famosas “despedidas de curados” bastaba sólo una frase o una palabra para acordarse del trabajo que realizaban en la mina. Ahí sí que había que tener paciencia, pues cada uno de los participantes de la conversación era mejor que el otro en sus faenas. Estas “despedidas” en ocasiones se prolongaban por horas. Y cuantas cosas conocí de la mina sin nunca haber bajado a ella, todo esto producto de lo que ellos conversaban y discutían: que el barretero, que el apir, que el contratista, que el disparador, que el mayordomo, que lo incómodo de la jaula, que no se qué del tráfico, y que la veta, y así un sinfín de términos y situaciones que ellos conversaban.

Eso sí, mi viejo aprovechaba la ocasión para elogiar a mi mamá, de lo bien que le preparaba el manche y la charra, y que ella misma se los ponía en el guameco, y tanto la amarra como el fañamán siempre estaban impecables.

No entiendo bien la razón de por qué me acuerdo con tanta claridad de estos episodios. ¿Cuántos años tendría yo en esa época? Creo que fue entre los 6 y 9 años aproximadamente. Ahora tengo 53 años, y cada año que transcurre aprecio más y más al esforzado minero. Creo mi deber valorar el esfuerzo de estos hombres que, con mucho sacrificio, hicieron de Lota y su gente lo que ahora es. ¿Cuántos profesionales, cuántos artistas, cuántos hombres públicos han salido y siguen saliendo de esta querida ciudad? Y esto, producto de estos héroes anónimos que, pese a su falta de cultura y de oportunidades, no se resignaron a su suerte, sino que lucharon sin cesar. Para que sus hijos no vivieran las mismas limitaciones que ellos.

Volviendo a mi padre, cada vez que había pago teníamos que estar pendientes de sus planes, porque “en una de ésas” se juntaba con algún amigo en la oficina de pago, y se las encumbraban para Lota Bajo. Ahí sí que era peligroso, no lo digo por si hubiera delincuencia o algo así, si no que llegando a Lota bajo se entusiasmaban y se ponían a tomar y a gastar la plata que era para la comida, aparte de que había que salir a buscarlo, tarea que realizábamos con mi hermano mayor. Tal era esta rutina que mi padre se jactaba de ello, que incluso apostaba con sus amigos que sus hijos le irían a buscar. Para qué mencionar ese día que no pudimos encontrarlo, puesto que en Lota Bajo se paseaban de bodega en bodega, y por mucho empeño que le pusimos, no pudimos ubicarlo, y el había apostado. Cansado de esperar que sus hijos llegaran a buscarlo, fue llevado por sus amigos hasta la casa, y llegó gritando y retando a mi mamá que “no se preocupaban de él” y que había perdido una apuesta.

Si algo me agradaba era cuando en algunas ocasiones en que lo buscábamos en las bodegas, él me tomaba y me subía arriba de una pipa (de esas grandes que contenían vino) y me hacía cantar. Yo no tenía vergüenza en hacerlo, y cuando terminaba de cantar la primera canción (que siempre era la misma, “Cantarito de greda”), él daba la iniciativa dándome una moneda, lo que sus amigos imitaban.

En honor a la verdad, nunca tuve buena voz, pero creo que en esos tiempos los niños éramos muy tímidos, y más que nada valoraban el atrevimiento de hacerlo. Cuando regresábamos a casa, yo iba muy feliz, con algunas monedas en mis bolsillos, las que generalmente me servían para comprar útiles escolares.

Ésta es brevemente la historia de mi viejo, un minero lotino cien por ciento, que aunque no fue un padre muy preocupado de sus hijos (pues las preocupaciones se las dejaba a mi mamá), pudo de algún modo inculcarnos que “el hombre sin estudio no valía nada”, lo que en alguna medida influyó a que algunos de sus hijos sacáramos por lo menos la enseñanza media. En la actualidad hay algunos nietos profesionales y otros caminando hacia allá

Me parece oportuno decir que mi padre entendió por fin que el beber no le ayudaba en nada, muy por el contrario, mucho le perjudicó, y puedo decir con satisfacción que hace aproximadamente 15 años que dejó de beber.

Al momento de este relato, mi viejo tiene 88 años. Aquejado de un problema en la cadera, pasa la mayor parte del tiempo postrado en cama, al buen cuidado de su hija mayor. Pese a que está un poco sordo, su mente permanece lúcida y llena de recuerdos.

Rigoberto Acosta Molinet

Lota, abril de 2007.-

martes, 4 de noviembre de 2008

EL NIÑO QUE VIVE EN MI

Son las ocho de la mañana, mientras desayuno, como siempre lo hago, descorro la cortina de la ventana, que me permite observar a la distancia el pabellón 56, donde viví mi infancia , y parte de mi juventud. Cuantos recuerdos se agolpan en mi mente, pese a haber vivido una niñez llena de limitaciones.

En mi interior, hay un niño que se niega a crecer, y se aferra con fuerzas a esa etapa de mi vida. De alguna forma se las arregla, para borrar los momentos negativos de ella. Este niño muy especial, al cual yo aprecio mucho, tiene una edad no muy definida, debe tener entre siete y once años, y muchas veces me obliga a rondar por los pabellones 55 y 56 de Lota Alto, como queriendo extraer de ese barrio, la energía necesaria para seguir existiendo.

. Esos pabellones que ahora se ven viejos, descuidados, solitarios, silenciosos, son un mudo testigo de un pasado lleno de vida, bullicio, sonrisas, alegría y algarabía infantil. Mientras medito en ello, algo empieza a suceder, todo parece cobrar vida, mis oídos se deleitan con lo que oyen, mis ojos no oponen resistencia a lo que ven, me siento transportado al pasado, y no me puedo resistir, en realidad me dejo llevar, puedo ver con nitidez los pabellones 55 y 56 y ¡sorprendente!, ¡ahí estoy yo! con pantalones cortos, cabello despeinado, y con un suspensor reclamando por la falta de botones, zapatos deslustrados (en realidad, yo los ensucié un poco, para que no se note que son nuevos, y así evitar ser objeto de burla) .Quisiera contarles que…creo que es mejor que se los cuente él ,tiene una mente mucho más lúcida y fresca que la mía… eh…, mejor lo haremos entre los dos, así yo aportaré detalles que él haya olvidado, o no los quiera mencionar.

Me encuentro ansioso, esperando a mi papá que salió a trabajar al primer turno, debe estar por llegar de la mina, en donde trabaja, y donde yo también trabajaré cuando sea grande. ¡Ahí viene mi papá!, como siempre, con su rostro ennegrecido por el polvo del carbón, (aun no existían las duchas en la empresa) el caucho aun en su cabeza (casco de seguridad, siempre de color negro, como armonizando con la densa obscuridad del interior de la mina) y su guameco al hombro, donde lleva la charra y el manche. Su semblante delata el cansancio de la jornada, su mirada es serena y resignada, aunque me mira con seriedad, sus ojos no pueden disimular que se alegra al verme. Entra a la cocina, que está muy separada de la otra pieza, que es lo que compone toda la casa. Quitándose el caucho, el guameco y el fañamán (Una especie de pañoleta colgada al cuello, hecha de género de bolsa de harina ,que utiliza para secarse el sudor, mientras están en la faena de extraer el negro mineral) , luego se saca el vestón (que siempre es el mas viejo para el trabajo), y sentándose con prontitud en una silla de paja, sin decir palabra, recibe ansioso de manos de mi mamá ,el jarro de porcelana, de medio litro, con harinado( vino preferentemente tinto, con harina tostada y azúcar), se humedece ligeramente los labios, y cerrando los ojos, e inclinando el rostro hacia arriba , disfruta del rico harinado, y mientra lo hace, su garganta suena rítmicamente, como agradeciendo la frescura de este revitalizador brebaje.

Como es costumbre, tengo permiso para trajinar el guameco y sacar el manche, mas bien, lo que sobró de él, porque todos los papás le traen el manche a sus hijos, especialmente a los menores, y es muy rico. Mi papá dice que el pan, al estar tantas horas en el fondo de la mina, adquiere ese gustito tan especial, lo mismo que el agua de la charra (cantimplora de aluminio, conteniendo generalmente agua de hierbas)

Con mi manche en la mano salgo a la calle, saboreando el delicioso manjar. OH que lindo, el barrio lleno de niños, a todo lo largo del pabellón, que preciosa escena, las niñas jugando; unas a “la casineta”, otras a “la del diez (que consiste en hacer rebotar con la mano, una pelota de goma, contra la pared, diez veces; Inicialmente se golpea con la palma, luego empuñando la mano ,se golpea con los nudillos, y así, a medida que avanza el juego, se van agregando técnicas con mayor grado de dificultad), mas allá ,las mas pequeñas juegan a: “que salga la dama dama puedo oírles cantar y batir las palmas “que salga la dama dama, vestida de marinero, si no tiene dinero la caridad no espero ” mientras cantan, una de ellas, se pasea en medio de dos hileras de niñas , acompañando con las palmas y manteniendo un especial ritmo, y pensando a quien elegirá para que ocupe su lugar, y así sucesivamente. Las mayores “saltan el cordel” las que son mas atrevidas piden que le den “chocolate” (se le hará girar el cordel lo mas fuerte que sea posible) así la retadora mostrara su habilidad y rapidez en el salto.

Los juegos donde yo participo son variados, entretenidos y muy divertidos, a saber: “El paquito librador”,” a la ronda de san Miguel“… -a la ronda de san Miguel, el que se ríe se va al cuartel, el que mira para atrás se le pega en la pela-” mientras se cantan estos versos, el grupo, en cuclillas hace un circulo cerrado y uno de nosotros, paseándose por detrás del círculo, con un pañuelo anudado en uno de sus extremos, golpea al que se atreva a mirar para atrás , “la tiñita”, “el caballito de bronce” (mi mamá me tiene prohibido jugar a este juego, dice que es muy peligroso). El juego que es un poco más difícil, y requiere cierta habilidad, es el trompo. Aquí en mi barrio lo hacemos de una manera muy particular: la idea es hacer avanzar una moneda o chapa por medio de corridas y papos, y dar la vuelta completa a uno de los pabellones; se juega en equipo, lo ideal, son tres por equipo, generalmente el que no es tan hábil con el trompo, tiene que vigilar al equipo contrario, evitando que lancen la moneda con la mano. La corrida puede mover la moneda de 10 a 50 centímetros aproximadamente, pero el colofón lo pone el papo, que dependiendo del tipo de trompo, y la habilidad del jugador, puede lanzar la moneda hasta 50 metros. En honor a la verdad, a mí, generalmente me tocaba vigilar.

Mientras damos la vuelta al pabellón, pasamos junto a los lavaderos, donde hay hartas señoras lavando, con sus respectivas paletas en la mano, con la que dan fuertes golpes a la ropa mojada, será para que quede mas limpia, digo yo. Cada una, con su propio espacio para dicha tarea (mientras dura el lavado, son dueñas de una de las 14 bateas, mañana será de otra). Es agradable verlas en esta labor, pues se ven que están contentas y conversan mucho. Hablan en alta voz, también lo hacen bajito; cuando hablan despacito, de repente se ríen todas a carcajadas, mientras lo hacen, algunas se tapan la boca, como tratando de reprimir la risa, seguramente por una talla con cierta picardía.

Continuando con la competencia del trompo, pasamos frente a los baños públicos (no son para bañarse), cada pabellón tiene un baño, que sirve para unas seis personas. Me asusta entrar allí, desde aquel día en que estaba ocupándolo, y apareció frente a mí, un ratón, curiosamente de color café, que me miraba fijamente, al cual espanté con un tímido, pero efectivo “sale”. A pesar de ello, cuando se dan las condiciones y no hay nadie en el baño destinado a las damas, me gusta mirar cómo un gran recipiente de fierro, sostenido por un eje, recibe agua de una llave que está siempre abierta, lo entretenido es , cuando el recipiente está a punto de llenarse, y con el mismo peso del agua, se inclina hacia un lado, dejando caer con fuerzas todo su contenido, arrastrando todo lo que encuentra a su paso, y de esta forma mantiene los baños limpios (este recipiente está sólo en el baño de las mujeres, pero al verter su contenido, limpia también el de los hombres).

Rigo, Rigo, la voz de mi mamá llamándome, “están listos” me dice, y yo entrando en la cocina, saco del canasto, un buen trozo de pan amasado, el cual parto en dos, dejando una mitad en el bolsillo del pantalón y la otra sirviéndomela, al mismo tiempo que cojo el canasto con los piñones , y ¡a vender se ha dicho!. Iniciando la venta a partir desde mi casa, que es la última del pabellón 56 y terminando en el pabellón 55 (entre los dos pabellones completan un número de 39 casas) gritando “piñones cosicaliente, piñones cosicaliente”. Los primeros piñones que se venden, queman un poco las manos al sacarlos del canasto y contarlos, pero a medida que avanza la venta, se van enfriando. Recorro los dos pabellones con mi mercadería y el tradicional grito “Piñones cosicaliente”.Nunca falta el que acto seguido a mi grito me dice: (utilizado el mismo tono de mi pregón) “a tu abuela le falta un diente” y como un gesto de aparente aceptación de la broma, contesto de la misma forma: “y a la tuya le faltan veinte”. Y así, con el canasto cada vez pesando menos, doy la vuelta completa, hasta llegar a mi casa, entregando el dinero de la venta a mi mamá, quien como siempre lo guardará con mucha discreción, para cuando nos falte para la comida, en esos días que a mi papá se le pasa la mano, y se toma la plata del “vale” (Un término muy local, para referirse a un anticipo del sueldo que daban cada lunes)

En la escuela Matías Cousiño, hoy aprendí algo nuevo, hice unas rayitas oblicuas, cada una dentro de un cuadradito del cuaderno de aritmética, hice una página completa.

Saliendo de la escuela me fui corriendo a mi casa (distante a dos o tres cuadras del colegio) tenía que mostrarle el cuaderno a mi mamá, lo más rápido posible, pero no estaba en casa, se encontraba en el horno ( a no mas de cincuenta metros de mi casa) con unas vecinas ,esperando para sacar el pan, - Mire mamá lo que hice en la escuela-, le dije, me miró tiernamente, luego sonrió (siempre que sonreía, se podía apreciar un diente de oro que se le veía muy bonito) miró el cuaderno y acariciándome el cabello me dijo en voz alta (para que también las vecinas oyeran, a quienes previamente les había dado una mirada de complicidad) -pero que bien mijito, ya estás aprendiendo a escribir-, me sentí muy feliz por su observación. En ese mismo instante la señora Elba dijo: -prepárense, el pan está listo-. Sacando de la puerta del horno unos sacos y una tapa de latón, quedó al descubierto su precioso contenido ¡que hermosos panes y que lulos!, con un extraordinario dorado, y el aroma, ah, el aroma ¡qué rico!

La señora Elba es la experta con la paleta, la desliza por debajo del pan, lo saca hacia afuera del horno. Y cada una de las vecinas reconoce el suyo, por las marcas que previamente le han puesto. Todas ellas provistas con manteles (Hechos de bolsas de harina) reciben el pan correspondiente, tomándolo con el mantel, para no quemarse las manos y limpiándolo de inmediato, y nunca falta, la que poniendo cara de experta en la materia, golpea el pan con sus nudillos, para asegurarse, de acuerdo al sonido que éste produce, si la cocción del mismo está o no en su punto. Y de este modo, los canastos bien provistos de manteles, se van llenando del preciado alimento. Finalizada la tarea de sacar el pan del horno, los canastos ya llenos, se tapan prolijamente, de tal forma que el pan se mantenga calentito por un buen rato.

Para apreciar todo lo anterior, hay que estar atento y muy cerca de la escena, eso si, yo he aprendido a no ganarme detrás de la señora Elba, por que en su tarea de meter y sacar la paleta (que tiene un mango muy largo) siempre es probable que alguien reciba un golpe con el mango; accidente que experimenté más de una vez, y por mi baja estatura, siempre me tocaba el golpe en la cara.

Llega la noche, y en la esquina del pabellón 55, comienza poco a poco a juntarse un grupo de jóvenes y adultos , conversando animadamente de diferentes temas, especialmente de la película exhibida ese día, ya sea en el teatro de Lota alto o en el cine Laurie de Lota bajo. Otros forman un grupo aparte, hablando de fútbol y de la competencia local (nuestro barrio cuenta con dos equipos: el “Unión deportivo y El club “dieciocho de Septiembre” Además de ello, son muy esperados los partidos que se juegan entre ambos pabellones). Un grupo de cuatro, se aparta del resto y se ponen a jugar a la brisca, aprovechando un foco del alumbrado público y una carbonera, que para la ocasión, es ideal.

Es época de vacaciones, en la mañana vamos a la piscina en grupo (es de propiedad de la Enacar, es gratuita) la mayoría de los trajes de baños, por no decir todos, son muy artesanales, generalmente de un chaleco viejo de las mamás o hermanas, las piernas entran por las mangas, y una costura por aquí y otra por allá y ¡a disfrutar del baño! A mi corta edad, soy bueno para el agua, según dicen, ya se nadar, a diferencia de mis amigos de mi edad, e incluso, me lanzo del trampolín y me siento orgulloso. Creo conveniente mencionar la ocasión en que me lancé del trampolín, y al salir del agua vi al “Rucio” con la clara intención de hacer lo mismo; me pareció muy extraño, puesto que él no sabe nadar. Al parecer no quería ser menos que yo, el hecho es que resueltamente se subió al trampolín y se tiró un clavado, yo quedé aún más sorprendido y pensé que el “Rucio” había aprendido a nadar y se lo tenía calladito. Lo que ocurrió a continuación me dejo perplejo, el Rucio salió a flote con su rostro sumido en el agua y con sus brazos extendidos, pero no se movía, se aturdió, pensé, así que, como un buen jovencito de las películas y sin pensarlo dos veces, me lancé a su rescate, nadando con rapidez, me acerqué a él, tratando de tomarlo de donde pudiera, fue en ese mismo instante, cuando sentí un fuerte abrazo del rucio, quien me apretó con tantas fuerzas, que no podía zafarme ,ambos empezamos a hundirnos, yo luchaba por liberarme, pero era imposible, ya no tenía mas aire en mis pulmones, pensé que me moría, cuando de pronto, de forma inesperada , sentí unos fuertes empujones a mis espaldas, que me llevaban hacia la orilla, sentí que todavía podía aguantar un poco mas sin respirar, uf, uf, por fin pude sostenerme de las baldosas de la piscina , el Rucio estaba como desmayado, tendido en el cemento; varias personas querían ayudar, se oía todo tipo de instrucciones, por fin apareció el salvavidas , quien al parecer le hizo unos ejercicios de respiración y se recuperó, gracias a Dios. Ah, me olvidaba, esos oportunos y salvadores empujones fueron provocados por mi hermano mayor, quien actuó con presteza e inteligencia (desde niño fue un soñador trabajó en la Enacar, hasta su cierre, pero gracias a su perseverancia y espíritu innovador, hoy es un exitoso empresario Lotino, en el rubro de la metalmecánica, dando empleo a mas de 20 personas, un ejemplo digno de imitar)

Con un gran esfuerzo logro hacer dormir a este pequeño caprichoso, que seguramente se agotó, como un niño en todo el sentido de la palabra, con ese agradable cansancio que produce el jugar, sin mayores preocupaciones, sin malos pensamientos, ni nada que se le parezca, sólo pensando en el día siguiente, donde nuevamente podrá jugar y divertirse a sus anchas.

Mi barrio…, ah mi querido barrio. A mis 55 años de edad, estoy viviendo en lo que otrora fuera el pabellón 50 nuevo (demolido), la nostalgia me invade, el tiempo no puede volver atrás, a no ser por este pequeño, que mantiene una lucha constante para no crecer.

En la actualidad, mientras realizo mi trabajo de cartero, (en mi niñez, por mucho tiempo pensé que el único trabajo existente en todas partes, era el de minero) con frecuencia me encuentro con el Rucio y otros amigos de la infancia, algunos profesionales, otros jubilados de la Enacar, la mayoría son abuelos, otros han partido.

Al recorrer mi querido Lota, Veo con tristeza como algunos pabellones se van deteriorando día a día. Sueño con que éstos sean restaurados, y de esta forma, mantener en muchos como yo, a estos niños que viven en nuestro interior y se resisten a olvidar.

FIN


Rigoberto Ignacio Acosta Molinet

Lota